Hay tardes inciertas, sobre todo esas tardes de azul ennegrecido que hablan por sí mismas, esas que el hombre no consigue olvidar ni aborrecer. Son las tardes magníficas. Las bienaventuranzas. Cuando comienzo a andar ya me he cansado. Vuelvo por la calle del Obispo Infante hacia el Duende. Moguer tiene ese aroma de fresa y primavera. De pastel y naranja que no olvido. De vejez y amargura que habita entre nosotros. La vida de los santos es ese nuevo amor que permanece. Agua, azul, y un hemisferio. El semblante de luz en la cal blanca. Hoy mi madre me llama. El silencio del aire determina un fracaso en la visita. Nunca he ocultado a nadie pero todos se esconden. Un misterioso alguien que llora entre nosotros.
Ya el agua en el estanque nos huele a simulacro. Los pájaros se arriman y contestan. No podemos dejar que nos acosen, si es la luz la que viene a impresionarnos. Mi madre que me quiere, dice que le hago falta y puedo estar con ella. Todo es blanco, nada es verde. Paseo por la afueras y seguimos de blanco. Un coche rojo y grande corrige nuestros pasos. Esa es la luz del cielo. Este amor de amistad nunca lo entiendo. Más falsos que las nubes, los pájaros sonríen.
Hace mucho calor. En Cádiz un levante impresiona. Mañana cambia el tiempo. He corrido en busca de Maricarmen y sus pasteles. Una morena sobria que dejaba el incienso y hasta las intenciones. Acabo la canción en la amistad. Un simple vaticinio que salta al vacio. No temeré a la muerte. No temeré males. Si tú estás conmigo, he de volver. Y siempre estoy aquí, ya nunca es tarde. Ahora quiero llorar. Ahora quiero morir, y es esta muerte un tarde magnífica. En el parque, en lo blanco, aquí, en algún sitio. Te quiero y no te quiero. Siempre hay tardes inciertas.