Aunque puede llover, el aire ya ha cambiado. Es la respiración que dificulta un poco más esta pureza, nos tiene acostumbrados a la luz y en el silencio apenas se respira. El parque es un conjunto de seres de otro tiempo. Nadie quiere venir y todos ellos entran, como si de un golpe de suerte o de fortuna se tratase. Saludo a los alegres para romper esta monotonía, paseo y piso las hojas, las hormigas, la tierra seca y roja, lo que queda en el suelo de la floración de las encinas. Todo está ahora amarillo, un amarillo raro que recuerda a la vida.
Un gorrión herido ha muerto entre mis manos. Su pico tenía sangre, las plumas han quedado entre los dedos. Lo he llevado lejos. Muy lejos. Junto al olmo. Allí, despacio, lo he escondido en el tronco. Un hueco de esperanza que es ahora su nicho. He lavado mis manos en una fuente rota y el agua, tan caliente, ha ensuciado las uñas. Tengo una herida abierta en el fondo del alma aunque ese gorrión me hará de salvadudas.
Los jóvenes sonríen y los ancianos hablan. Yo sigo mi camino y el parque está florido. Aunque quiero vivir, la luz sobre mi espalda no deja que me aburra. Un enigma ha surgido junto a un soplo de viento. Dos caminos de pronto: la izquierda y la derecha. A la derecha observo a tres jóvenes hábiles, con un balón, un libro y un torso muy desnudo. En la izquierda no hay nadie. Un olor a humedad y sombra norte.
Cruzo entre los arbustos, muy cerca del estanque. He elegido ir al centro, sin camino, sin vida. Nadie puede cambiar las emociones, ni el poeta preciso y de fácil lenguaje. En el centro el olor comienza a presentarse. La sombra puede hablar, no nos invita. Sigo andando y acabo en el olmo del pájaro. Miro el tronco y no está. Ha salido volando.