La noche nunca asusta en el parque. El ruido de los árboles no será preocupación, nadie teme su daño. La adversidad se marchó en otros siglos. El viento y las ramas establecen un singular proceso de armonía, son los acordes de las hojas. El sonido agradable es un arte, la pausa que fija nuestra marcha. Damos curiosidad como otorgamos gracias prestadas. Ha dicho dios de pronto que su voz es la cláusula, la determinación de palabras y signos, la estipulación de los sentidos.
Los pájaros habitan en las hayas, sus cortezas no dejan penetrar la aventura. En la sombra del tronco reclamo ese arte de enlazar, de conseguir un tono que sirva en el lenguaje, la inflexión del carácter, la elegancia del canto. Toda palabra debe disponer de un sonido, una escala precisa que la orquesta desea. La arrogancia modera mi propia contención. El ambiente en el parque es la escala social.
Mientras va oscureciendo ya se apagan las luces. La distancia que existe entre el tono y el ritmo es la altura del árbol. Mi logro es la medida pero quedo en desorden. Oigo la voz de un chico que pide unos peniques. La niebla no permite que analice sus ojos, solo aparecen sombras. En la media verdad la mentira es esdrújula, como aquellos poetas que quedaron en Grecia y fueron oficiales, cortesanos, famosos. Los buenos se marcharon. Los poetas se fueron por miedo a sus palabras. Una media verdad sin tono y sin ritmo, todo era verdad. Cuando se expulsa el arte solo queda lo necio, una oficialidad que permanece arriba, el tiempo que una hoja de haya tarda en recorrer el trayecto de un tono falso y un ritmo apaciguado, la altura de un bonsái.