Los escritos que aparecen en este cuaderno son reducidos. Los otros están guardados en una carpeta. Pueden molestar. Y si algún día ven la luz dudaré de la literatura.
Sigo sin poder leer a Parra, ni a Rosales. Creo que ya lo dije, pero fuera del cuaderno (en los otros). Paseo con las Meditaciones de Marco Aurelio. Pero no como alma en pena. La ilusión se esfuma como el cigarrillo en el cenicero. Y deja un olor lamentable cuando está a punto de morir.
Busco oficina en Barcelona para que Siltolá se traslade definitivamente. Sevilla es muy pequeña y sus gobernantes nunca han dado (ni darán) la talla. Mientras paseo por el campo casi florecido y lleno de insectos, recuerdo de nuevo a Vázquez Montalbán. Pero hoy no me sugiere. Nada me atrae.
Frente al ordenador tengo un retrato de Benito Pérez Galdós, de principios de siglo. Fue un regalo. Al final el regalo costó caro. Suele ocurrir.
Cuando peor te encuentras todo son recuerdos. He escrito varios folios explicando la poesía común de la experiencia y la diferencia. Los guardo. He sido muy objetivo y la objetividad como la norma, atrae problemas.
Mientras escribo escucho un profundo eco lejano. Un eco que repite una a una las meditaciones. Redactadas en la noche y con ausencia de paz. Dejé hace unas horas una flor en la mesa y ha perdido toda la fuerza y la vida. Se arruga, se marchita. Tengo que rebobinar. No puedo pasar página pero sí darme cuenta de lo listos que son los tontos. Eso creen. Y juzgan, sacan conclusiones, y hasta alaban a Trapiello sin leerlo. La norma destruye lo evidente.