Es mediodía. El parque se alimenta de sus hojas, los designios que suelen ser misterios, las jornadas que no figuran en el calendario. Es diciembre. El suelo apenas blanco por un hielo malvado, y este frío, este gastado frío que rompe aquel perfume de la felicidad. Juana aparece ahora, es la tía de mi padre. Cuando tenía tres años organizó una boda. Desde entonces, yo sigo siendo el novio. Un patio de naranjos y pilistras, una anciana de riguroso negro, y un moño blanco y seco. La novia con muñecas y un babi del colegio. Y entonces me di cuenta que había llegado el arte. Era diciembre, misterioso y sincero, como son los diciembres. Siempre es lo mismo, la silla en la ventana, y una sombra que canta si no somos amigos. Envidio mucho a Juana, su buena voluntad, y el deseo de forjar una ilusión que muere por su nombre. Mientras se apaga el día, la forma de una rama me recuerda a la novia. Sus ojos de estaciones y una dulce pregunta que sigue en mi cabeza: ¿Quién eres?
Mi amor no tiene inicios, estos zapatos negros de charol dañan el alma. Se marcha el mediodía, y el parque va sembrando los himnos de la vida. Las canciones de Ana se quedan con mi mundo, también por estas cosas hemos de dar las gracias. Según dicen los sabios, suele ser en diciembre cuando la duda se convierte en poema, y aprendes de nosotros. El poema es un sueño que empieza en mediodía.
Cuando marcho hacia casa, un foco extraordinario ilumina el camino. Admito que he jugado indefenso, imaginando pájaros y luces. Nunca seré este hombre adecuado, ni aquel torpe resumen que unos padres soñaron una vez, en un diciembre frío.