jueves, 23 de agosto de 2012

La ley del carajote



SOLEMOS esperar que salte el riego para levantarnos. El olor de la hierba fresca en la mañana resucita los versos de Parra y de Leopardi.

Dice don Nicanor, muy alterado, que hay poetas carajotes, y deletrea: ca-ra-jo-tes. La explicación la omito por aquello de la hierba fresca y la mañana. Pero suelto tres carcajadas mientras los rabilargos acechan los tomates. ¡Qué pájaros más carajotes!

Los periquitos comienzan a funcionar a las seis. Aún es de noche. En los días de calor fuerte el suelo está encendido, como brasas en la oscuridad. Tomo el primer cigarrillo mientras ando descalzo por el césped. Vuelan los pájaros, los carajotes y los no carajotes.

Siguen pidiendo alimento aquellos que no otorgan. Siguen hablando bien unos de otros, aquellos que no entienden, ni escriben poesía, pero andan agrupados. Es la ley del carajote.

Junto al árbol de dios enterraré a los muertos, a los poetas muertos. No hay sitio suficiente. Tantos vivos de hoy habitan en el más allá. Aquellos que presumen y reciben los tratos, acabarán repletos de cagadas de rabilargos, en el césped, junto al árbol de dios. ¡Qué poetas más carajotes! Tiene usted, Nicanor, toda la razón.