martes, 20 de julio de 2010

Cadión (Elogio de la Irreverencia LXIII)



Ha muerto dios. Se ha complicado una cosa con otra y no ha podido salvar la distancia entre la línea y el círculo. La eternidad es más inmensa. El océano más azul.

La noticia ha sentado mal a todos, salvo a un tal Dostoievski. “¡Ahora todo está permitido!” Es lo que repite por donde anda, o por donde caen sus libros.

Es curioso, pero en el velatorio no hay poetas presentes. El pastor, que no para de llorar y aferrarse a su entendimiento, el jardinero, los vecinos. Mañana plantaremos en Siltolá un Eleagnus angustifolia, un árbol del paraíso. Frondoso, verde, de reducido tamaño. Le gustaba mucho a dios el tono gris de algunas de sus hojas, y a veces con el fruto, hacía un cóctel en el MM.

A la sombra del árbol enterraremos sus cenizas. Dispersas junto a las raíces.

La vida es un límite justo entre la poesía y la esperanza. La muerte es su contemplación.

Ha pasado desapercibido totalmente. Apenas unos íntimos y la más absoluta sencillez. Es la muerte de los sabios.

Voy a salir unos días. Tengo que afrontar la nueva realidad de la conversación incompleta. Quiero hacer un viaje, un largo y generoso viaje. Su cuerpo descansará del fuego en la tierra, el agua hará crecer y el aire se romperá en los límites trasladando su voz, su respiración, sus risas.

Decimos adiós con la esperanza de que vuelvan a brotar las cosas que están bajo el sol. No podemos oponer los sentidos con los pensamientos, ni siquiera sus objetos.

Una realidad es firme, ha muerto dios.