Acudo a la tetería de la calle San Fernando. Me siento en uno de los
veladores para poder fumar mientras contemplo el paso de viandantes y ciclistas.
La primera vez que fui allí lo hice acompañado. Dudamos si acomodarnos dentro o
fuera. Pensábamos que el ruido del tranvía podía molestar nuestra conversación.
Optamos por quedarnos en la calle.
Siempre pedíamos lo mismo: té marroquí y unos diminutos dulces árabes
que saben a gloria. Hablábamos, fumábamos (mi acompañante unos puritos pequeños
que olían bien, pero sabían a rayos), volvíamos a hablar. Desmenuzábamos el
panorama literario, los autores, las promesas y las consagraciones que
comenzaban la beatería.
Anotaba en un cuaderno marrón los comentarios que me impresionaban.
Aprendía, escuchaba, intervenía. Mi acompañante no se cortaba, estábamos
cómodos, se había establecido un lenguaje mágico coherente. Bastaba hacerlo un
par de veces al mes, lo suficiente y necesario para alimentar la carne y el
espíritu.
Hoy acudo de nuevo a la tetería de la calle San Fernando. Lo hago
solo. Mi acompañante un día dejó de acudir por fuerzas mayores. Aun así,
prosigo la conversación con el fantasma de Rafael Suárez Plácido, que, muy de
cuando en cuando, me avisa para tomar esos pasteles y el té marroquí.