La poesía, señor hidalgo, a mi parecer, es
como una doncella tierna y de poca edad, y en todo estremo hermosa, a quien
tienen cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas, que son
todas las otras ciencias, y ella se ha de servir de todas, y todas se han de
autorizar con ella; pero esta tal doncella no quiere ser manoseada, ni traída
por las calles, ni publicada por las esquinas de las plazas ni por los rincones
de los palacios. Ella es hecha de una alquimia de tal virtud, que quien la sabe
tratar la volverá en oro purísimo de inestimable precio; hala de tener, el que
la tuviere, a raya, no dejándola correr en torpes sátiras ni en desalmados
sonetos; no ha de ser vendible en ninguna manera, si ya no fuere en poemas
heroicos, en lamentables tragedias, o en comedias, alegres y artificiosas; no
se ha de dejar tratar de los truhanes, ni del ignorante vulgo, incapaz de
conocer ni estimar los tesoros que en ella se encierran. Y no penséis, señor,
que yo llamo aquí vulgo solamente a la gente plebeya y humilde; que todo aquel
que no sabe, aunque sea señor y príncipe, puede y debe entrar en número de
vulgo. Y así, el que con los requisitos que he dicho tratare y tuviere a la
poesía, será famoso y estimado su nombre en todas las naciones políticas del
mundo. Y a lo que decís, señor, que vuestro hijo no estima mucho la poesía de
romance, doime a entender que no anda muy acertado en ello, y la razón es ésta:
el grande Homero no escribió en latín, porque era griego, ni Virgilio no
escribió en griego, porque era latino. En resolución, todos los poetas antiguos
escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las
estranjeras para declarar la alteza de sus conceptos. Y, siendo esto así, razón
sería se estendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no se
desestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el castellano, ni
aun el vizcaíno, que escribe en la suya. Pero vuestro hijo, a lo que yo, señor,
imagino, no debe de estar mal con la poesía de romance, sino con los poetas que
son meros romancistas, sin saber otras lenguas ni otras ciencias que adornen y
despierten y ayuden a su natural impulso; y aun en esto puede haber yerro;
porque, según es opinión verdadera, el poeta nace: quieren decir que del vientre
de su madre el poeta natural sale poeta; y, con aquella inclinación que le dio
el cielo, sin más estudio ni artificio, compone cosas, que hace verdadero al
que dijo: est Deus in nobis…, etcétera. También digo que el natural poeta que
se ayudare del arte será mucho mejor y se aventajará al poeta que sólo por
saber el arte quisiere serlo; la razón es porque el arte no se aventaja a la
naturaleza, sino perficiónala; así que, mezcladas la naturaleza y el arte, y el
arte con la naturaleza, sacarán un perfetísimo poeta. Sea, pues, la conclusión
de mi plática, señor hidalgo, que vuesa merced deje caminar a su hijo por donde
su estrella le llama; que, siendo él tan buen estudiante como debe de ser, y
habiendo ya subido felicemente el primer escalón de las esencias, que es el de
las lenguas, con ellas por sí mesmo subirá a la cumbre de las letras humanas,
las cuales tan bien parecen en un caballero de capa y espada, y así le adornan,
honran y engrandecen, como las mitras a los obispos, o como las garnachas a los
peritos jurisconsultos. Riña vuesa merced a su hijo si hiciere sátiras que
perjudiquen las honras ajenas, y castíguele, y rómpaselas, pero si hiciere
sermones al modo de Horacio, donde reprehenda los vicios en general, como tan
elegantemente él lo hizo, alábele: porque lícito es al poeta escribir contra la
invidia, y decir en sus versos mal de los invidiosos, y así de los otros
vicios, con que no señale persona alguna; pero hay poetas que, a trueco de
decir una malicia, se pondrán a peligro que los destierren a las islas de Ponto.
Si el poeta fuere casto en sus costumbres, lo será también en sus versos; la
pluma es lengua del alma: cuales fueren
los conceptos que en ella se engendraren, tales serán sus escritos; y cuando
los reyes y príncipes veen la milagrosa ciencia de la poesía en sujetos
prudentes, virtuosos y graves, los honran, los estiman y los enriquecen, y aun
los coronan con las hojas del árbol a quien no ofende el rayo, como en señal
que no han de ser ofendidos de nadie los que con tales coronas veen honrados y
adornadas sus sienes.
Cervantes, Don Quijote, II, capítulo XVI.