viernes, 1 de julio de 2011

Noventa y dos



Escribir poesía es un juego de alto riesgo, un juego peligroso. Observar las nubes, los pájaros, los árboles, tocar la tierra con las manos, arañar las piedras y besar la hierba. Sentarse en el centro del bosque y escuchar esas voces que cantan de madrugada. Leer un libro con lágrimas en el alma, repetir un ritmo en la cabeza y el tono que acompaña tus pasos y los estornudos. Acariciar la nieve, chupar el agua de lluvia, sudar de rabia. Correr de las mujeres a las tres de la mañana, tomar cinco cafés en una hora, fumar medio paquete con un verso. Saltar en paracaídas de la encina, del olmo o del castaño. Del acebuche tirarte de cabeza a la piscina. Escuchar al sabio con los ojos cerrados. Cantar. Bailar. Vivir el mediodía.

Se aleja el pago con su tierra blanca. Mi padre me habla desde el cielo. Intento responderle en silencio. Está muerto. La poesía es un juego al que no debo jugar pero que no puedo dejar.