Lo tengo comprobado: vivir no merece la pena. La naturaleza se puede contemplar también desde las nubes. Pregunto al ángel negro si existe un único argumento que haga cambiar de opinión pero sonríe, solo muestra su rostro con sombras por la lámpara.
La palabra de Saúl retumba intermitente. Todas las fotos de Roma las
conservo en papel manchado, con los picos doblados. Cuando he intentado
digitalizar alguna de ellas aparecen elementos extraños de indolencia.
Las flores eran amarillas pero no se descubre el color, ni la forma.
Hay una dimensión ajena a la sonrisa, como si la tierra se hubiera mezclado en
el entorno.
Saúl era muy alto, ahora es más pequeño. Los años no pasan por su
rostro, ni por sus manos.
La luz eléctrica viene y va como una nube, como los pájaros, como la
humedad de la tierra que a mediodía desaparece.
Ya en 1968, y sobre un hipopótamo, descubrí que la vida no merece la
pena. Tenía roto el brazo izquierdo. Saúl me vigilaba. Él era el ángel
negro.