Decía ayer un poeta que Juan Ramón Jiménez es a Rilke como Garcilaso a
Petrarca. Y tiene razón. Por eso acudo antes a Rilke y a Petrarca. Existen
diversos grados de revelación, y en el origen se encuentra la grandeza.
Una vez tuve cerca a un rabilargo. Hablábamos, reíamos, discutíamos
del arte siempre que el arte se dejaba. Pero el rabilargo se fue. Prefirió la
vergüenza a la indolencia. Eligió el camino del renacimiento, nunca admiró el
siglo de oro, odiaba todo aquello que no proporcionaba intereses. En cambio yo
admiraba la felicidad.
Mi falso rabilargo hablaba en verso. Decía cosas que no se creía
nadie. Reía con sus palabras.
Sus acompañantes eran seres de ultratumba. Incluso uno llegó a ganar
un premio importante. Admiraba los engaños, defendía todo aquello que no deja de
ser y es, luego no existe. Confundía la generosidad con el incumplimiento.
Hoy leo a Rilke y a Petrarca. Acudo a su recuerdo y siento una
tristeza descorazonadora. La verdad como el alma, llena al hombre de humo.
Nadie estaba enamorado de Nada.