El sueño estaba habitado de sombras. Me acercaba a cada una y, tras
tocar el hombro, se volvían. No tenían rostro. Los no poetas no poseen rostro, sus sombras no dejan espectro.
Desde ese día dejé de temer a las sombras, a los no poetas. Acuden a casa diariamente. Les enseño los libros de
Parra, los de Rilke, los de Leopardi. Los miran con interés, los tocan y
manosean pero nunca los abren. No leen más que lo suyo.
Aquellos que viven como héroes serán derrotados, su muerte les
conducirá al interior del cenicero de cristal, con las colillas.
Odio la poesía empalagosa, la que escriben los listos con estrofas
medidas y nunca me levantan del asiento. La que dice lo mismo que cualquiera. La
que podría volcarse en la ceniza y nunca llenaría el cenicero.