viernes, 30 de septiembre de 2011

64 (Sesenta y cuatro)



Los clásicos son infinitos. Los clásicos alimentan. He perdido las ganas de leer literatura contemporánea.

Voy sumando un libro a la montaña de las obras pendientes. Procuro hacerlo de manera ordenada. La montaña es mágica, como el lagarto o el pájaro. Hay aristas de colores marcadas por un tiempo pasado. Como en la tierra, lo efímero se muere.

Quisiera disponer de un poco más de tiempo pero avisan las sombras. Es hora de estar preparado.

¿Tiene razón quien descubre o quien encuentra? Borges descubrió a Chesterton como el Quijote hizo con Dulcinea. Y el hallazgo no es remanso de paz. El silencio dejó hoy de convencerme. Es una falta de misterio. Un sacrilegio.

¿Dónde está la intelectualidad? Mencionar a tres o a cuatro autores artificialmente y decidir que lo bueno es lo efímero y lo malo es lo trágico. Virgilio no era así, ni escribía así. Barrie y Meredith dicen que acabaron por volverse locos.

Lo culto en España quedó anclado en el siglo XVII. Hoy he visto su manifestación. Y reírse de los matices es como devorar la cabeza de la Medusa. La grandeza no se mide en conciertos, se comprueba en sinfonías. Y la música, no lo olvides, es la tercera inclinación.

La grandeza del silencio está determinada por la autosuficiencia. Pero resulta que el impostor suele acarrear los trastos que los otros desechan. Así encontrarás tu casa repleta de mentiras, de libros falsos y de una imprimación que nubla la mirada.

Yo prefiero a las sombras, los espectros que siguen siendo fieles, fantasmas del pasado que reconocen la autenticidad, el desconcierto. Así vivían los clásicos, a la sombra del mundo. Las ganas de leer a los poetas se perdieron de pronto y en silencio. No hay gustos personales, hay defensa de lo propio, y un error, un miserable error te ha delatado.

He puesto hoy otro libro en la montaña mágica. Fue escrito por Cervantes. En él se habla de una tal Dulcinea, conocida también como Aldonza Lorenzo.