Mark Twain: La decadencia del
arte de mentir
Cierto día, un médico benévolo
(que había leído las historias de moral) se topó con un perro vagabundo que
tenía rota una pata. Llevó al pobre animal a su casa, y después de curársela y
vendársela, le devolvió al pequeño vagabundo su libertad, y no volvió a pensar
en el asunto. Mas, cuál no sería su sorpresa, cuando una mañana, unos días
después, al abrir la puerta encontró que el agradecido can lo estaba esperando
allí pacientemente, en compañía de otro perro vagabundo, al cual, quién sabe
por qué accidente, se le había roto una de sus patas. El bondadoso galeno
corrió a atender al animal dolorido, y no olvidó observar la inescrutable
bondad y misericordia de Dios, que había tenido a bien emplear un instrumento
tan noble como el pobre perro callejero para inculcar, etc.
A la mañana siguiente, el bondadoso
médico se encontró a los dos perros, pletóricos de gratitud, esperándolo en la
puerta, y con ellos a otros dos… inválidos. Los curó sin demora, y los cuatro
siguieron su camino, dejando al bondadoso doctor una vez más sobrecogido por
sus pensamientos piadosos. Pasó el día y llegó la mañana. En la puerta estaban
ahora los cuatro perros restablecidos, junto con otros cuatro que requerían ser
tratados. Transcurrió también aquel día, y llegó una nueva mañana; y ahora eran
dieciséis los perros, ocho de ellos recién lesionados, que invadían toda la
acera, y obligaban a los transeúntes a dar un rodeo. Por la tarde, todas las
patas rotas habían sido arregladas, pero entre los pensamientos piadosos del
buen médico estaban comenzando a filtrarse obscenidades involuntarias. El sol
volvió a salir una vez más, para mostrar treinta y dos perros, dieciséis de los
cuales tenían alguna pata quebrada, que ocupaban la acera de la mitad de esa
manzana, mientras los curiosos humanos llenaban el espacio sobrante. Los aullidos
de los animales heridos, las serenatas de los recuperados y los comentarios de
los ciudadanos noveleros formaban un gran e inspirador alborozo, hasta el punto
de que el tráfico hubo de ser interrumpido en aquella calle. El buen médico
contrató un par de cirujanos asistentes, y consiguió concluir esa obra de
beneficencia al anochecer, no sin antes tomar la precaución de abandonar la
iglesia a la que pertenecía, con el objetivo de poderse desahogar con la
laxitud requerida por el caso.
Pero algunas cosas tienen su
límite. Cuando una vez más amaneció y el buen médico se asomó para ver una
muchedumbre de perros suplicantes y clamorosos, exclamó:
—Debo darme por vencido y
reconocerlo: los libros de moral me han engañado. Sólo cuentan la parte bonita
de la historia, y ahí se detienen. Tráiganme la escopeta. ¡Esto ha ido ya
demasiado lejos!
Y diciendo estas palabras, salió
como una tromba con su arma, con la mala fortuna de que le pisó la cola al
primer perro que había curado, el cual, ni corto ni perezoso, le mordió en una
pierna. Lo que sucedió fue que la grandioso y noble tarea en que este chucho se
había comprometido había engendrado en él un entusiasmo tan poderoso y
creciente que se le consumió la mollera y finalmente enloqueció. Un mes
después, cuando el benévolo médico yacía en su lecho de muerte, presa de la
hidrofobia, convocó a sus acongojados amigos a su alrededor y les dijo:
—Cuídense de los libros. Cuentan
sólo la mitad de la historia. Cuando un pobre perro desgraciado les pida ayuda
y ustedes no estén seguros de los resultados que pueden derivarse de su
benevolencia, concédanse el beneficio de la duda y asesinen al suplicante.
Y diciendo estas palabras, volvió
su rostro hacia la pared y entregó su alma.