jueves, 21 de noviembre de 2019

Mark Twain



Mark Twain: La decadencia del arte de mentir

Cierto día, un médico benévolo (que había leído las historias de moral) se topó con un perro vagabundo que tenía rota una pata. Llevó al pobre animal a su casa, y después de curársela y vendársela, le devolvió al pequeño vagabundo su libertad, y no volvió a pensar en el asunto. Mas, cuál no sería su sorpresa, cuando una mañana, unos días después, al abrir la puerta encontró que el agradecido can lo estaba esperando allí pacientemente, en compañía de otro perro vagabundo, al cual, quién sabe por qué accidente, se le había roto una de sus patas. El bondadoso galeno corrió a atender al animal dolorido, y no olvidó observar la inescrutable bondad y misericordia de Dios, que había tenido a bien emplear un instrumento tan noble como el pobre perro callejero para inculcar, etc.
A la mañana siguiente, el bondadoso médico se encontró a los dos perros, pletóricos de gratitud, esperándolo en la puerta, y con ellos a otros dos… inválidos. Los curó sin demora, y los cuatro siguieron su camino, dejando al bondadoso doctor una vez más sobrecogido por sus pensamientos piadosos. Pasó el día y llegó la mañana. En la puerta estaban ahora los cuatro perros restablecidos, junto con otros cuatro que requerían ser tratados. Transcurrió también aquel día, y llegó una nueva mañana; y ahora eran dieciséis los perros, ocho de ellos recién lesionados, que invadían toda la acera, y obligaban a los transeúntes a dar un rodeo. Por la tarde, todas las patas rotas habían sido arregladas, pero entre los pensamientos piadosos del buen médico estaban comenzando a filtrarse obscenidades involuntarias. El sol volvió a salir una vez más, para mostrar treinta y dos perros, dieciséis de los cuales tenían alguna pata quebrada, que ocupaban la acera de la mitad de esa manzana, mientras los curiosos humanos llenaban el espacio sobrante. Los aullidos de los animales heridos, las serenatas de los recuperados y los comentarios de los ciudadanos noveleros formaban un gran e inspirador alborozo, hasta el punto de que el tráfico hubo de ser interrumpido en aquella calle. El buen médico contrató un par de cirujanos asistentes, y consiguió concluir esa obra de beneficencia al anochecer, no sin antes tomar la precaución de abandonar la iglesia a la que pertenecía, con el objetivo de poderse desahogar con la laxitud requerida por el caso.
Pero algunas cosas tienen su límite. Cuando una vez más amaneció y el buen médico se asomó para ver una muchedumbre de perros suplicantes y clamorosos, exclamó:
—Debo darme por vencido y reconocerlo: los libros de moral me han engañado. Sólo cuentan la parte bonita de la historia, y ahí se detienen. Tráiganme la escopeta. ¡Esto ha ido ya demasiado lejos!
Y diciendo estas palabras, salió como una tromba con su arma, con la mala fortuna de que le pisó la cola al primer perro que había curado, el cual, ni corto ni perezoso, le mordió en una pierna. Lo que sucedió fue que la grandioso y noble tarea en que este chucho se había comprometido había engendrado en él un entusiasmo tan poderoso y creciente que se le consumió la mollera y finalmente enloqueció. Un mes después, cuando el benévolo médico yacía en su lecho de muerte, presa de la hidrofobia, convocó a sus acongojados amigos a su alrededor y les dijo:
—Cuídense de los libros. Cuentan sólo la mitad de la historia. Cuando un pobre perro desgraciado les pida ayuda y ustedes no estén seguros de los resultados que pueden derivarse de su benevolencia, concédanse el beneficio de la duda y asesinen al suplicante.
Y diciendo estas palabras, volvió su rostro hacia la pared y entregó su alma.