Recuerdo que en más de una ocasión he indicado que el haiku es una composición que, en la
actualidad y no en su origen, ejercitan los vagos (y no en todos los casos).
Eso me ha valido más de un enemigo. Un día, en una lectura en Barcelona, lo
pronuncié mientras hablaba de Platón.
La interpretación de las palabras que una persona realiza debe hacerse
con conocimiento de causa y en equilibrio con la virtud. Ocurre lo mismo en las
situaciones o en las decisiones que un autor elige libremente a lo largo de su
vida.
Por ejemplo, el cuerpo de lecturas de un autor debe considerarse
alimento. Y la lectura y escritura de manera simultánea no son compatibles.
El sábado estuve tomando café con Enrique Zumalabe y, varias veces, he intercambiado correos o conversaciones telefónicas con Tomás Rodríguez
Reyes en esta semana. Hablé con Antonio Colinas antes de su marcha a la India.
A todos ellos manifesté mi infinita alegría porque había escrito un verso
después de muchos meses. Un verso que manoseo, que cambio, que tacho, que rompo
y que acaricio. Un verso en varios meses.
Entiendo que en los momentos de lectura (alimento), la conciencia debe
digerir, asimilar, descifrar y llegar al caos. No se puede escribir en ese
tiempo. En el fondo leer es vivir y la escritura es lo contrario a la vida, la
creación es muerte, es pasado, deja de ser nacimiento cuando aparece.
Amo los silencios creativos, preciso del alimento y de sus propiedades
curativas. Pero siempre un alimento circunciso (seleccionado y elegido,
apartando todo aquellos que no es, porque nunca será).
Existe un criterio fundamental, lo dijo Parra en un poema:
Lo que yo necesito urgentemente
es una María Kodama
que se haga cargo de la biblioteca