Creo que las encinas poseen alma, o tal vez están llenas de dioses. El
agua las alimenta y las purifica. Y el agua es un dios, al igual que el aire o
la tierra.
Las encinas forman las puertas de la noche, y no reconocen aquello que
nunca podrá ser. Lo que no es nunca podrá ser. Las encinas advierten esta
máxima y la ejercitan.
Antes subía a las encinas y, en ramas gruesas, contemplaba la
naturaleza. Ahora me limito a tocar su tronco desde la tierra y acaricio las hojas
bajas, aquellas que acortan el aire.
Las encinas desprenden una paz interior innegociable, como si hicieran
justicia mutuamente según el orden del tiempo. Y lo consiguen a través de ese
caos originario, mediante los contrarios.
Hablo con las encinas. Les gusta que les recite a Parra. Acompañan el
tono con el movimiento de sus hojas. Percibo su ilusión y sus sonrisas.