El día que enterraron a Loreto el instituto puso a disposición de los
alumnos y profesores un par de autobuses. Otros tantos compañeros se marcharon
en tren.
Hacía frío aunque no asomaban nubes en el cielo.
La jornada transcurrió entre paseos por el pueblo, comentarios de
jóvenes y llantos de amigas.
Los hambrientos acaban cansándose de los ebrios, y unos y otros de dios.
Ya en el cementerio una multitud se agolpaba a las puertas. El
contraste de la edad marcaba el equilibrio entre el blanco radiante de las
paredes. Un cementerio es siempre blanco y verde para configurar la armonía
entre la vida y la muerte.
El día que enterraron a Loreto me puse los dos anillos. Los limpié concienzudamente
antes de alojarlos en los dedos corazones.
Siete minutos tardamos en llegar a la calle siete. El nicho también
poseía un siete, esta vez era el 34. El 88 aún no había sido asesinado por
mandato del indolente número 1.