El sofá de plástico burdeos tenía los cojines estampados y llamativos.
Cuando hacía un poco de calor se pegaba la piel en el escay. Los muebles de
casa se compraron en plazos muy largos, tanto como las cortinas que bajaban
desde los altos techos antiguos. La televisión en blanco y negro era el centro
de la estancia. Todo se decoraba en torno a ella.
Cuando quería leer tomaba El
Quijote e imaginaba la poesía de sus líneas. Después llegó Quevedo. El sofá
me acompañó en la mayoría de las lecturas y era feliz porque nadie molestaba.
Ahora leo a María Zambrano, los libros que llegan por correo para su
valoración y un poco de Platón. Parra siempre está presente.
Acudía con asiduidad a la librería Mercedes de la calle Rivero en
Sevilla. Justo al lado había un bar donde ponían los mejores bocadillos de
calamares que recuerdo. Leía en la barra con las manos pringosas, pero los autores
de esas obras nunca recriminaron la grasa en el papel.
Temo a los insectos. Aunque hablo con ellos y me respetan, los observo
con deferencia, con la misma cortesía que define Platón en Leyes los asuntos de los hombres.
Busco un sofá similar cada vez que entro en una tienda de antigüedades.
Era un modelo vulgar. Pero vulgar no es vergüenza, es la vuelta a empezar.