martes, 26 de febrero de 2013

De Joyce




EN España había un grupo de seres ineptos que decían llamarse prometedores engendros de la literatura. Y actuaban como pensaban, con todo menos con la cabeza. No poetas, mafia calabresa, la de la discordia. Aquella que difuminaba la palabra entre las bellotas, y la bellota en la chimenea salta, golpea el cristal y a veces, cuando huele a flama, se funde como los calabacines.

Una imagen retórica por encima del cuadro de Pérez Galdós y la vida por delante, algo así como la vida alrededor pero en pasado.

No imagino tus dedos, ni tu rostro. La imagen que hasta ahora has dejado de dar ha culminado. Me quedo con tus labios de abril y las pisadas en la azotea. Me importa un pimiento lo que piensen de mí y de mi obra. No escribo para nadie. ¡Ni que nadie sintiera!

¡Usted!, ¡Sí, usted!, deje ya de joder con la pelota. En abril los días son más largos que en diciembre. Y la lluvia moja. No lo olvide. Moja siempre de costado.

Permanezco impasible en el centro. Da igual la lluvia, el agua o las insinuaciones. Lo importante es seguir, seguir haciendo algo.

Hoy no he dejado de ser. Me llamó mi madre y olvidé los adjetivos junto a la mesa del salón. La que tiene el cristal y el cenicero de madera.

Niebla, miedo. Porque todo es igual y tú lo sabes. Nuestro alrededor fue perfecto para nadie. Niebla, miedo, parsimonia. En la acera hay una joven de rostro sonriente que no para de acosarme. Dice llamarse Loreto. Tiene unos labios gruesos y una voz de cansancio, y una belleza abrumadora, y un cuerpo deseable –que no deseante-, pero mejor es no pensar, mejor es no pensar, imaginar y recordar se superponen y confunden.

Sobre la mesa que posee el cristal, aquella que permanece en el salón, he dejado los libros: las obras de Parra, los versos de Novalis y el Ulises de Joyce. Nada más. Nada menos.