Cicerón era sincero en sus textos.
Seguro que miraba a los ojos cuando conversaba. A Cioran le gustaban los
escritos que versaran sobre las dificultades y no los que manifestaban ideas.
El silencio solo se rompe con Rajmáninov,
con La isla de los muertos. Desde la terraza los semáforos cambian de
color sin que pase un solo vehículo. Enciendo un cigarro, cierro los ojos y, al
abrirlos de nuevo, pienso que todo lo que ocurre es un mal sueño, como un
apocalipsis contemporáneo. Vuelvo a cerrar los ojos. Se encienden las farolas a
su tiempo. El camión de la basura hace mucho ruido, aunque esté a varias
manzanas de distancia. El ruido interrumpe. Lo vuelve a hacer. El vecino de al
lado golpea las cuerdas de una guitarra para matar el aburrimiento, y de paso,
la armonía. Vuelvo a cerrar los ojos.
Cicerón logró sobrevivir, también
Cioran. Y Rajmáninov.
No mirar los ojos del
interlocutor me aterra. Ahora la distancia que existe entre los cuerpos es
mucho mayor que la habitual. Y los ojos se cierran, se agacha la cabeza y se
evita el contacto visual. Cualquier otro contacto ya no existe, tan solo ese saludo
artificial que no convence a nadie, condiciona.
Las horas pasan más despacio. Al
principio la imaginación era la protagonista. Ahora lo es el silencio. Hay que
abandonar las ideas y centrarse en las dificultades.
El silencio es nuestro instinto
de supervivencia.