La cultura, como la sociedad, otorga
privilegios por el procedimiento de la duda o de la indecisión, pero también indemniza
a sus fieles. Es la venta de mercaderías, de favores y de sensaciones. En estos
días de confinamiento observamos el daño que las redes sociales hacen a nuestras
conciencias, los profesionales del desprestigio y los embaucadores se encargan
de ello. Y todos, absolutamente todos, son tan peligrosos como los estafadores.
Hacer creer aquello que no es, no solo es un engaño, es como un robo, son los ladrones
de la veracidad.
Social, cultural. Cultural,
social. ¿Existe algo más? Un gobernante es un representante social ajeno a la
cultura. Gobernante. Representante. ¿Cultura?
Todo cuanto podrían controlar
(que no erradicar), pasa a estar descontrolado. Me recuerdan a la errónea y
clásica división social: progresismo y conservadurismo. Y viene a la mente la
cultura progresista y la cultura conservadora. Y la cultura desaparece si es
catalogada, adjetivada, enmarcada entre las columnas de un templo, de cualquier
templo.
Las imposiciones en nuestras
vidas deberían estar prohibidas, lo bello es la provocación de discrepancias.
Pero las redes, la cultura, la pandemia…, todo son imposiciones. Y la más
mínima imposición empobrece la libertad, la restringe.
El silencio nunca será
conservador. El silencio nunca será progresista.