Toda ilusión deriva en masoquismo.
Y lo hace para el que se cree la ilusión, que suele ser a la vez su propio
creador, siga ilusionado. Una ilusión es como la llama de una vela que, una vez
encendida, se mueve de un lado a otro, de arriba a abajo, hasta que se consume
la cera, o la propia cera derretida consigue apagarla. En ocasiones la mecha de
la vela es deficiente y, nada más encenderse, la apaga la cera líquida.
Cuando era joven me enseñaron que
la información es poder. Hace años descubrí que el poder radica en la
desinformación, en la mentira. Ni un solo país del mundo entrega veraces sus
cifras de la pandemia. Ni uno. Y esto se hace para disponer que una información
que ya no otorga poder, y a su vez, generar una desinformación que contente a
sus ciudadanos. Aunque resulte catastrófico, siempre será un mal menor, será
mentira.
La ilusión provoca masoquismo, en
los gobernantes, en los ciudadanos. Nadie puede representar a nadie y, si lo hace,
tiene que manifestar, en algún momento de su vida, arrepentimiento. Resultará
humillante reconocer los errores a corto plazo, sería una posición insostenible
y nada defendible.
El ser humano, no hablo aquí del
ciudadano, debe obtener respuestas satisfactorias y reales para que su vida
fluya en armonía sin necesidad de ilusiones. La desinformación es la gran
amenaza, no nos confundamos.
El silencio solo tiene dos caras:
la cara del silencio y la cara del silencio.