Ahora leo a Juan Ramón Jiménez. Las cartas de amor entre la Zambrano y
Gregorio del Campo no dejan de ser un montaje, una verosimilitud que no engaña
a nadie. Tan solo a esos que desean sentir el misterio entre sus venas y se
entristecen por ello, por aquello que deciden ellos mismos. María Zambrano,
hermana como Ana, dejó el amor a tres mil kilómetros de distancia.
Quieto, como la paloma en la farola, me hago libre ignorando a los que lo merecen. Sigo soplando velas en tu honor.
Busco la paz entre los juanramonianos, la paz que es herencia, la paz
que es verdad, la paz que deshiela, la paz que permanece. Solo la paz. Y ellos
persisten entregados al verso de Leopardi. Debo buscar la forma sensible, la
mirada del centro, la expresión universal de las imágenes intermedias. Solo
encuentro placer en lo que es pequeño, en el patriotismo y en la descripción.
He optado por complacer a mis superiores, a las necesidades
cotidianas. La felicidad es argumento, dominio o manía. Toco mis manos, pasta blanda.
Las almas enfermas son siniestras y complejas. Ocultan la verdad entre los
girasoles de la tormenta, les falta voluntad. Deseo ser un ser útil y fumo, lo
hago para permanecer desordenado.