Para Leopardi el cielo poseía un divino manto. Me alejo de su luz. No
hay mejor descanso que adentrarse en la sombra y recostar el cuerpo en la
tierra o en la hierba. El gorrión valiente vuela por encima de nuestras
cabezas. Me acompaña Platón (siempre viene Platón cuando no sueño).
En España no existe un solo premio literario limpio. La casa huele a
naturaleza y a velas apagadas. Calla el corazón cada vez que alguien recuerda
el nombre de un nuevo galardonado en un certamen.
El semblante de Platón es de hombre discreto. Prometió no cambiar nada
ante los indolentes y lo cumple. Guarda silencio, pasea y evita el hermetismo
de la última piedad.
Los siniestros acuden, a escondidas, para ver qué cocino, con quién
hablo, qué libro leo. Los siniestros son cobardes, desean controlar y
desmienten disimulando.
Se ha roto el cenicero de agua. Hay cristales por el suelo y sobre la
alfombra. Descalzo soporto la tormenta, el dolor y la existencia. Los ansiados
triunfos del siniestro se han partido en mil pedazos.
Busco el estado plácido que reclamó Leopardi, en su lugar me conformo
con el mirto, su olor y las pequeñas flores blancas.