La comparación con Esquilo me ha hecho reflexionar. En un primer
momento acudí a las trilogías y al sentido de las tragedias. Todo giraba en
torno al sufrimiento del hombre que el griego trasladaba hasta el propio
conocimiento. Pero leyendo a Leopardi llegó la luz. Y lo hizo como ocurre
siempre, con una vela encendida y el humo del cigarro que oculta la figura de
Pérez Galdós sobre mi cabeza.
Mi dios, ese dios que acompaña y enseña. Allí está
Esquilo. Un dios sin destino, un dios que aborrece la falsa democracia
que vivimos.
Leo poesía. En los últimos meses leo mucha poesía. Debo hablar con propiedad:
leo algo que denominan poesía: la no
poesía.
La no poesía no puede ser
definida, ni debe ser calificada con adjetivos, tampoco debe agruparse, ni
hacerse plural. La no poesía no es
poesía.
Encuentro en ella la utilización insensata de la palabra. Sin
estructuras semánticas. Como si el aprendiz deseara mostrar al lector un
erróneo dominio, como si fuera incapaz de transmitir con equilibrio la justa
proporción, la equidad, la armonía.
La no poesía está carente de
ritmo, de tono, de esa armonía que es valoración, pureza y creencia. La razón
de la palabra poética está ausente en la no
poesía.
Su lectura aleja de las nubes, del pilón, de los pájaros, de la naturaleza.
Pero su lectura enseña y refuerza. Lo dice Esquilo.