Todo cuanto acontece en esta vida consiste en alabar a la poesía
verdadera. Los instrumentos que nos otorgan son la contemplación de la
naturaleza y el silencio y la soledad personal. Las cosas son como deben ser, el
centro es su medida. Contemplar y comprender nos convierten en espectadores.
Hace años que no encuentro a ningún confuso laberinto. En cambio, en los últimos meses, la facultad de
vislumbrar se ha enriquecido sin haberla alimentado. El descubrimiento se
convierte en acierto. Son seres que habitan, viven, están presentes. Pero esos
seres se han ido -marcharon hace tiempo-, permanecen entre nosotros esperando
la mudanza irrenunciable y corta. No se trata de azar, ni de enigmas, tampoco
son conjeturas. Cuando ha de ocurrir sucede.
El poeta no tiene la necesidad de peregrinar, ni de mendigar. El
silencio y la soledad parecen dolorosos pero son verdaderos. De forma libre
enriquecen las facultades, nos hacen participar de la totalidad de las formas, los
actos nobles existen sin comienzo ni fin.
He tomado el espejo, el que tiene un marco marrón. Fuera de él no
existe nada. Hay límites extremos, pero todo está dentro de esos límites: lo
fidedigno, el pensamiento, lo indiferente, la indolencia, la pluralidad, el
caos, los casos fortuitos, las desgracias…
Contemplo a un ser que ya no habita entre nosotros. Permanece
idéntico, la transición nos hace pequeños y abultados, su espacio ha dejado de
tener movimiento. Acudí todos los días a su encuentro en la calle donde paseaba,
se encontraba en el mismo escaparate contemplando muebles. Un día dejó de
aparecer. Pregunté en la tienda y anunciaron su fallecimiento. Se marchó mucho
antes, pude ver que sus pies no tocaban el suelo, suspendían los límites en las
fronteras del espejo.