sábado, 11 de junio de 2011

Cincuenta y cinco



Siento tanta tristeza por los hombres enfermos, aquellos que se han forjado un nombre promocionando premios, alfajores, yemas de san Leandro y otros menesteres propios de la suerte y la fortuna irreal y consentida, siempre consentida. Es una enfermedad real y reconocible. No tienes que acercarte, los hueles. Utilizan un buen desodorante, camisa de moda o camiseta, y siempre les acompaña literatura de mierda. Esa que no llega a ninguna parte.

Han leído poco. No han bebido de los grandes aunque los citen constantemente. ¡Pobres enfermos!

El poeta, el verdadero poeta está solo. Siempre. Busca la soledad, el silencio, la grandeza del espíritu. Debe ser así y cualquier agrupación es un error. La unión nunca hace la fuerza, destruye la verdad y acrecienta la miseria. Condición indispensable del poeta es la soledad, el misterio del universo.

La vanidad nunca viene sola. La acompañan acólitos vulgares. Uno, dos, tres. Un regimiento de mediocridad.

Prefiero la lectura a la escritura. Siempre. Prefiero el silencio al encuentro. Enseñar lo justo, todo lo demás sobra. Y aquello que plantee la mínima duda debe ser destruido. Nada es mejor por ser cierto, apenas nada es auténtico.

Enseñar nunca. Otorgar nada. Creer jamás. Crecer con los libros entre las manos, y a ser posible del cincuenta para atrás.

He pensado en cerrar el Cuaderno para siempre. Debo leer. Aprender. Callar. Tomar más libros y ninguno contemporáneo, no sirven para nada, no dicen nada. Ninguno. Jamás.

Cuídense de los necios, que nunca serán genios, aunque tengan su lámpara entre los huevos y una panda de tontos alabando sus errores.