miércoles, 22 de junio de 2011

Treinta y ocho



Apenas hay nada a nuestro alrededor que merezca la pena. Acaso una sombra que cubra este daño del sol o el ruido de unos pájaros al amanecer. Cada día que pasa entiendo menos. Será porque la niebla me confunde o este calor agobia cuando habla. Si leo a los conocidos me deprimo, si respondo a una carta dejo de temblar.

El temblor se necesita para poder vivir, para escribir un poema o escuchar esa música a través de la puerta. No hay lenguajes idénticos. Cada cual a su bola. Y así ocurre lo mismo estés aquí o en Chile. Te propones un fin y premeditas otro. No eres tan consecuente.

¿Te has creído quizá que la tierra mojada te llenará de esencia? Debes cubrirla tú, tocarla, respetarla, hablarle con mesura. Pronunciar la palabra solo cuando ella diga que puedes repetirla. Conseguir un tesoro sin mapa y sin buscarlo acabará contigo. Ahora, antes de tiempo.

¿Quién eres realmente? Una imagen sin clase, un físico sin ropa, un rostro entre los rostros, una tez muy morena de suciedad. ¿Tal vez te has convencido? Has hablado, a mí no me has llenado. La palabra que sale de tu boca es como tú, vulgar. Ni una sombra serás entre los muertos.

Ya tienes lo que quieres. ¿Estás contento? ¿Eres feliz? Disfruta que los días, como el temblor del cuerpo, se acaban como el verso. Y un verso es la palabra, la esencia, los matices, las condiciones óptimas de la gran alianza.

¡Qué sabio era Epicteto! Esclavo y buen poeta. Esclavo de sus culpas por redimir lecciones. Como el amor, si es breve, disfrutaré del tiempo. Del sol en el reflejo. Del pájaro dormido que sueña con un alma. Y tú, ¿cómo te llamo? ¿Vienes? En el centro del bosque te esperaré siempre.