sábado, 25 de junio de 2011

Noventa y uno



A las cosas normales que ocurren en la vida suelo aplicarles el verso. De una manera suave se entiende. Muy leve. Nunca circularás por el doble sentido. Provocará mareos, dolores de cabeza, confusión en los actos, y lo más importante, acabarás rendido. Circular por la vía, y con dos direcciones, es como despejar la impertinencia sin haberla escuchado. Lo mismo que le ocurre casi siempre a los pobres poetas. Esos que no definen el ajuste y los gustos.

Cuando quiero afianzar mi fe en la poesía, descubro que los arboles hablan de madrugada, la tierra se remueve por los topos hambrientos y los pájaros oyen los versos de los antiguos (clásicos) que recito en voz alta.

Si un día dudo de esa fe estaré muy perdido. Ella me alimenta, me cuida, me libera. Por encima de dios están los versos, las jaulas que creamos –siendo niños- para grillos, las casitas de pájaros que habitan las encinas.

Entre el amor y el poema siempre elijo lo mismo: la palabra. Debo apagar la luz. En Londres la mañana comienza muy temprano. No llegará Francisco a regar estas plantas, ni saltará el riego que alimenta la vida. Las hormigas me dicen que debo regresar. Mis amigos me esperan, y dios en el amor acaba como el verso: sonriendo.