Con el palo del bombón helado
muevo las colillas que arrojo al cenicero de agua amarillo. Recuerdo a Sultán.
El chasquido del resto de cigarro, al caer en el líquido, es parecido al
intento de comunicación de los indolentes cuando planteo una duda a la que no
pueden responder con la sola impresión de su mirada.
Me enseñaron la magia de los
números, las puertas que se abren y se cierran en nuestra geografía, el momento
adecuado para ello y, sobre todo, su complicidad que es reciprocidad.
Ahora mantengo una extraña
relación con los indolentes. Me visitan de vez en cuando, recibo mensajes por
muy diversas vías, incluso escriben correos electrónicos que debo imprimir y
descifrar. No acabo de entenderlos y aguardo su presencia para aclarar algunos
signos que, aparentemente, no indican nada.
De sus pensamientos descubrí
el ritmo permanente, ese paso constante que conocía tan bien Luis Rosales en
sus últimos libros. Era como pasear, hablar, vivir con esa mezcla de tono y
ritmo que acompaña los propios actos.
Y del ritmo llegó el tono, y
del tono la distancia. Entendí, en el banco de san Clemente, que el ángel negro
permanecería a mi lado, en persona o en espíritu. Él me ayudo a enterrar a dios junto a su árbol, ordena los poemas
y los cuadernos marrones. Lo extraño es que nunca pide nada, ni se alimenta, ni
solicita ayuda. Tan solo, cuando me ve cabreado, desea que le compre libros
de poemas malos.
En Moguer me defendió muchas
veces de la tentación del cuerpo que deja de ser carne para convertirse en
alimento, encontró los anillos en la azotea, y arregló con su magia algunas
imágenes de José Antonio que mi torpeza en la madrugada destruía.
El infierno de Dante es como
el día 16 de junio, La Odisea de
Homero, Telémaco o Proteo, Néstor.
He gastado todos los
cuadernos marrones. Ahora los necesito de colores, de radiantes colores. Si no vas a venir nunca me des la mano,
dice el indolente número 13, que ahora es el 4.