Los siniestros se empeñaron
en dificultar la propia naturaleza, todo cuanto resurgía del sol y de la luz
era destruido por la condición de la ausencia de alimento.
Desde hace muchos años no
temo a los siniestros. Los recibo, paso mi mano por sus lomos –como hacía con
Sultán- y sonrío, con esa cara mitad idiota y mitad indiferencia.
El nuevo jefe de los
siniestros se rodea de gente menuda. Son pequeños en estatura y en
conocimiento. Deben estar a la altura de las circunstancias. A través de sus
gafas de pasta negra refleja los ojos de los acompañantes. Acuden unidos a los
actos del hambre y a los actos de Dios (nunca de mi dios).
Los indolentes me cuidan,
velan por los intereses de la poesía auténtica y verdadera. El indolente número
13 es una sombra permanente. Si observa paz y armonía plena se marcha. Sabe
estar y sabe desaparecer.
Pero si en cambio presiente
peligro o incertidumbre permanece con los brazos cruzados y el rostro
desencajado.
Amé a los indolentes
a pesar de su silencio. Les llevaba romero y mirto, algunas veces lavanda y
menta. Todo, en bolsas, lo dejaba a los pies del faro Camarinal. Un emisario
abría la pesada puerta y recogía el presente con las plantas aromáticas.
Llevo 24 horas con Luis
Rosales y habito en su naufragio. Acudo a la Zambrano para soportar la
realidad. No soy metódico, más bien zetético. Es una sensación que me hace
vivir.
La poesía no es el arma
cargada de futuro. Es el futuro, el arma, la esencia.
Lo comercial vende pero
nunca será poesía, es como el alcohol que destruye el hígado. Y en un futuro
morirá como lo hace el pasado, que no existe.