El sueño de un indolente se
limita a reflejar la simple contemplación de los estados. Un sentido común que
ha dejado de ser pero que sigue siendo y permanece en silencio desde que
descubrió que todo es mentira, nada es lo que parece ser.
Nunca ha pasado el tiempo.
Siempre es ayer. Pero ayer es pasado y el pasado no existe.
Los indolentes salen del
mar, de su esencia salina y virtuosa. Alguno de ellos espera a los nuevos que
llegan y acuden a socorrer el nacimiento. Les aguardan en la orilla, llevan
ropa limpia entre los brazos y un poco de alimento.
Desde Villa Barbaria diviso
la majestuosidad de África, el color del mar al atardecer y a los indolentes.
Esta tarde han llamado a la puerta de casa una vez y otra vez. No he abierto.
En el porche de arriba los observaba. Son repetitivos y constantes, como las
olas y las nubes.
En 1987 me regalaron un
perro al que puse de nombre Sultán. Le enseñé a oler a los indolentes y le
solicité que ladrara cuando alguno se acercaba. Nunca temí a los indolentes
aunque causaban el respeto propio de la melancolía, del silencio, de la soledad
y del equilibrio.
De los indolentes aprendí a
vivir en silencio, sin palabras, sin actos lingüísticos. Comprendí el sentido
primero de la mirada fija y la transmisión de energía positiva y negativa.
La imagen que se incrusta en
el pilón fue el regalo del indolente número 66, el primer confuso laberinto.