Con el paso de los años
aprendí a comprender el silencio de los indolentes. Sultán envejecía por las
tardes en los interminables paseos por la playa de los Alemanes.
Comenzaron a respetarme los
indolentes, incluso saludaban en los encuentros con la cabeza. Pero ese
movimiento de arriba hacia abajo transportaba infinitud de mensajes. Los ojos,
la expresión de la mirada, el movimiento de las manos, el silencio puro y
pavoroso, ruidos suaves.
Un día desaparecieron todos
los indolentes a los que había clasificado con números impares. Acudía al
cuaderno de las notas y comprobaba las ausencias. Regresaron a las tres
semanas. Venían con ropa nueva y una luminosidad desconocida.
Dejaba abierta, las noches
de calor, la ventana de la habitación donde dormía. Me levantaba cansado, muy
cansado. En la ducha descubría pequeños hematomas en el cuerpo. Señales sin
criterio que nunca entendía y a las que no hice caso alguno.
Durante ese tiempo repasaba
y corregía los libros de Fábula. La
compañía de Sultán y la asistencia que limpiaba la casa, arreglaba el jardín y
traía la comida del pueblo, soportaban mis impertinencias.
Nunca abandoné a Bécquer. Lo
situaba cerca de Platón y lejos del romanticismo.
El perro se asustaba de la
música de Wagner o de Mozart. Corría hacia el jardín y se escondía en el sauce
llorón. La cabeza, en esos tiempos,
siempre permanecía a punto de explotar aunque nunca lo hacía. La sujetaba con
las dos manos y aparecían unos suaves susurros, como el lenguaje mágico de los
indolentes. Recitaban versos de Bécquer, de Darío, libretos completos de
Wagner. Anotaba en los cuadernos marrones lo que podía entender de esos ruidos
suaves.
Se ha apagado la luz del
faro esta noche. Antes de salir enciendo un cigarro. La cajetilla está vacía.
No aguantaré hasta el amanecer.