Sultán comenzaba a ladrar a
las cinco de la mañana. Un sobresalto me despertaba del ligero sueño
impredecible por el dolor de la cadera.
Escondido en las cortinas de
la ventana del salón veía las cabezas de los indolentes. Se movían de manera extraña,
unos pasos rapidísimos y unos recorridos intermitentes. En una ocasión abrí la
puerta y grité los números de aquellos que lograba descifrar en la oscuridad.
No decían nada. Miraban,
observaban el rostro de un ser humano que nunca manifestaba estar asustado, que
no respondía con miedo.
Sultán seguía ladrando hasta
que todos se marchaban. Entonces abría la cancela y contemplaba como bajaban
las escaleras hacia la orilla de la playa de los Alemanes.
Desvelado y sin sueño me
ponía a leer poesía contemporánea. Los versos de unos y de otros que nunca
decían nada, como los indolentes. Incluso alguno se atrevía a citar a otro
poeta que recomendaba su modesta y pésima obra.
Un poemario con más de
cincuenta páginas está lleno de humo. Un poema, un verso, una calificación que
sea capaz de elevar el sentido hacia la ética y la estética. Escribir por
escribir es un recuento imposible. Y explicar, justificar, manifestar, sobra
siempre.
Aquello que excede debe ser
rechazado y, a veces, el agravio lo es todo.
Seguía anotando en los
cuadernos los números que definían y diferenciaban a los indolentes. Tras los
dos puntos expresaba sus características singulares: el color de sus ropas, los
ojos, las cejas, la nariz, el pelo.
No he logrado mantener una
conversación con ellos. A pesar que los ojos dicen mucho, la palabra sigue
siendo la palabra auténtica. Y en su ausencia la veracidad se convierte en
misterio.
Acariciaba el lomo de Sultán
y le hablaba bajito. Sultán miraba sin
esperanza pero con mucho convencimiento.