Los pocos vecinos que habitan
las parcelas colindantes son conocidos. Un saludo, una conversación a
destiempo, mucha amabilidad.
Cuando salí de casa me
esperaba un ser extraño. Hizo una reverencia con el brazo e intentó parar el
coche. Subí la ventanilla y aguardé que la puerta del garaje se cerrara a su
ritmo. Permanecía inmóvil con una sonrisa. Miraba mi rostro.
Salí disparado hacia
Sevilla. La hora de viaje se hizo corta y de la cabeza no desaparecía el ser
sorprendente.
Aparqué en el garaje y, en
vez de subir a la oficina, fui a la cafetería por un café cargado y corto. Allí
estaba el ser que esperaba en la puerta de casa. Volvía a sonreír. Fui a la
terraza del establecimiento para encender un cigarro.
Venía con el café. Se sentó
a mi lado y acercándose al oído comenzó a hablar con un tono bajo y mecánico.
Se presentó como el indolente número 999. Venía para otorgar unas lecciones.
Después de muchos años volvía a tener un encuentro con un indolente, pero con
uno que hablaba. Su voz artificial emitía sonidos que podían entenderse.
Dejé de tener miedo. Me
acerqué a sus palabras. Escuché, miré, viví.
Esta noche, al llegar a
Siltolá, me esperaba sentado en la calle. Abrí el portón con el mando pero dudé
si darle paso o silenciarlo. Sentado miraba como entraba en el porche. No hacía
nada.
Cerré la puerta con llave
desde dentro. Desde la ventana del salón observaba su sombra en la calle. Allí
permaneció muchas noches y muchos días. Dejó de hablar. Ya lo había dicho todo.
Cuando salgo por la mañana
bajo la ventanilla con unos ¡Buenos días!
Hace una reverencia con la mano como mostrando la responsabilidad de la
literatura.
Sigue tu camino, no mires
atrás ni te dejes caer en las insinuaciones. Sé fiel a tus principios aunque
los principios no sean fieles contigo. El amor hacia el arte te llenará de vida
y de muerte.
El indolente número 999 (que siempre ha sido el 9) con
las manos apartaba el humo, con sus ojos expulsaba a las sombras. Con su rostro
se rodeaba de pájaros.