El faro Camarinal está
habitado por los indolentes, extraños
seres que pasan desapercibidos a los ojos de los seres humanos. Tan solo los sensibles son observados y observan.
Los indolentes no hablan, ni
musitan entre ellos. Se limitan a contemplar el estado de la virtud. También
vigilan cuanto acontece en el Cabo de Gracia, en el mar, en las costas de
África y en el cielo. Suelen contar las nubes, las estrellas, las rocas de
Atlanterra y las conchas que arroja el mar.
Suben y bajan las forzadas
escaleras rocosas que separan la arena de la playa del camino. Lo hacen siempre
al amanecer y al anochecer. Allá donde se encuentren por el día acuden y
regresan mágicamente a su único destino.
Cuando el faro de Camarinal
está apagado los indolentes están dentro. En secreto profesan un culto a las
señales, a los misterios, a la propia distancia que separa los continentes.
Recogen barrón, con él fabrican un extraño soporte que les ayuda en las
subidas.
Ayer seguí a un indolente.
Aborté la persecución cuando se unió a un grupo numeroso de ellos. Miraron
todos para atrás e hicieron un gesto con la mano, como una aproximación. Sentí
un verdadero escalofrío, como un chorro del pilón golpeando la cabeza. Di
marcha atrás y corrí hasta el coche.
Los indolentes no disponen
de edad, su tiempo es indefinible en nuestras limitadas dimensiones. La mayoría
de los mortales no los distingue ni los clasifica.
A finales de los años ochenta
comencé a describirlos y a ponerles un número. Los distinguía por la ropa que
llevaban, que siempre es la misma, y por las facciones de sus rostros. Al
principio confundía a muchos y anotaba a seres repetidos, ahora la lista está
casi completa. Cada dos meses aparece alguno nuevo que llega desde el mar,
también otros, que estaban clasificados en un principio, desaparecieron para
siempre.
El silencio de los
indolentes es un dolor inmenso que recorre la cabeza. No realizan daño alguno,
ni manifiestan nada.