Sobre la mesa del salón dejé
el libro inédito que envió un poeta gallego aspirante a promesas incumplidas.
No pude pasar a la segunda página. Frustrado y con la única compañía de un
Sultán en celo bajé las escaleras hacia la playa.
Cada día cuesta más realizar
este tipo de movimientos. La cadera comienza a atrofiarse y la masa muscular
desaparece en el intento de convertirse en poeta, poeta de un día.
Llego a la orilla pero no
puedo sentarme. Paseo despacio. Muy despacio. Corre Sultán por la arena. A
ratos introduce un poco de sí en el agua y sale removiendo el cuerpo sobre las
patas.
Enciendo un cigarro y fumo
tranquilo. Siento una presencia extraña. El indolente número 23 se ha colocado
detrás. Doy la vuelta y lo observo. Ese ser no se inmuta. Le cuestiono la
propia presencia, las actuaciones de ellos, su extraño comportamiento. No dice
nada.
Levanto un poco la vista y
la dirijo hacia sus ojos. Sin manifestar miedo observo su mirada. En ese justo
instante recibo mensajes en la cabeza. Sin mediar palabra alguna me contaba
cosas. Muchas cosas. Era como una repetición sagrada de misterios, un beso en
la frente con el calor de una vieja pensión donde el amor discute. Aprendo pero
no asimilo. Recibo información que debo ordenar.
Cuando procedía a organizar
las palabras, los actos, el indolente número 23 da media vuelta y se marcha.
Sube las escaleras más cercanas que conducen hacia arriba. No puedo seguirlo.
La cadera molesta, andar por la playa no es bueno.
Llamo a Sultán y busco la
subida más fácil, aunque esté lejos. En el camino organizo, reconstruyo, ordeno
los mensajes.
Sultán no había ladrado y me
extrañaba. El perro seguía saltando como si nada.
Esta ha sido la única vez que
un indolente se comunicó conmigo. De una manera extraña pero existía esa
comunicación.
Desde entonces, cuando la
luz del faro Camarinal se apaga, corro hacia la puerta y la golpeo con fuerza.
Al rato vuelven a encenderlo y bajan. Se marchan en la noche.
Sultán sigue sin ladrar.