El tranvía me
deja a diez minutos de la radio. Resulta un paseo agradable si el calor no hace
de las suyas en esta ciudad de pandereta y concejales engalanados de mentira.
La sombra de la
calle Zaragoza siempre se inclina hacia la izquierda si la tomas desde Plaza
Nueva. Unas obras, donde antes estaba la galería de Juana de Aizpuru, te
adentran en el sol por un instante. Bebo café helado, de bote de plástico y
boquilla estrecha. El tiempo de encender dos cigarrillos y repetir la intervención
para evitar improvisaciones.
Ya en La Ser
saludo al vigilante de la tarde y vuelvo a tomar el cortado de máquina que sabe
a terciopelo. Cojo dos vasos de agua, uno natural y otro frío. Los voy mezclando
mientras me siento en el estudio y aguardo que baje la mano el técnico del día.
Y uno, que es de Puerto
Real, tiene que repetir varias veces el discurso por la diferencia de
pronunciación. Reímos. La mano sube y baja mientras tomo el libro de Leopardi
que llevo en el bolso que siempre cuelga de mi hombro.
Hoy me espera en la calle
González Abreu un poeta. Un poeta auténtico. Buscamos una cafetería para
charlar pero el centro de Sevilla está repleto de visitantes del mundo. Debemos
ir hasta la avenida de la Constitución para encontrar un sitio agradable donde
hablar sin escuchar.
Mi lento paso hace pensar
más de la cuenta, vislumbrar los propósitos ajenos y repetir los versos de
Leopardi que he leído ante un micrófono. Fernando Villalón y Camarón tenían
mucho en común. Se acaba el whisky y un impresor de Salamanca me aguarda en La
Doma.
Hoy ha sido un día malo. Si
no hubiera sido por Leopardi arrojaría mis huesos al sol eternamente.