miércoles, 2 de abril de 2014

La azotea de Moguer




Ana esperaba en Puerta de Atocha la llegada del AVE. Me ayudó en las nuevas e interminables pasarelas mecánicas. Nacho, en el coche, aguardaba nuestra llegada. Se esconde el sol y hace frío. Hay tráfico en Madrid. En el asiento delantero del copiloto la vida se ve de otra manera.

Los abrazos de rigor, el beso y el recuerdo. Le enseñé la nueva Sony que siempre llevo conmigo. Aprovecho el instante para inmortalizar el alma. Me pregunta por la muleta y le doy un pase de pecho.

Hablamos de Saúl, de las rosas amarillas y del banco de San Clemente. Roma en los años ochenta era una ciudad mágica.

Han organizado una cena voluptuosa. No de alimento, de personas afines al principio de reciprocidad: María, Diego, Dani, Juan Manuel, Natalia, José María, Susana, Manu… Dice Nacho que alguno fallará pero la intención es lo que cuenta. ¿Es así?

Recito el poema de Parménides y el poema inédito de La muerte oculta. Todos desconocían su existencia. Hasta yo mismo dudé de su valía. Había tres inéditos de la época y Tomás Rodríguez Reyes dictó la ley de la esencia: “Una sola palabra”.

Tengo la Custom en la espalda, la Sony en el bolso marrón y el paquete de Camel corto en el bolsillo de la camisa, junto al pecho.

La vida es tan verdadera como la sombra de Luzbel en la azotea de Moguer.

 
© de la fotografía: Nacho Cano (Roma, 1984)