LOS días en los que acaba el año
suelo hacer lo de siempre. No tomo las uvas y busco la soledad y el silencio
interrumpido por algún que otro petardo.
Trabajo, sigo leyendo y haciendo
amagos de escritura incierta. Suelo recopilar los suplementos monográficos que
determinan los libros del año que termina. Y los conservo. Tras la lectura del
último acudo a los pasados para reírme un rato.
Los libros del año se valoran por
dos causas fundamentales. La primera es la cantidad de dinero invertido por la
editorial en cuestión en el medio, y la segunda es por beneficio propio de los
críticos que las realizan, ya que piden favores carnales a las editoriales mencionadas.
Todo el mundo contento. Pero más feliz
culmino la lectura de los monográficos antiguos donde apenas un título
persiste, todo lo demás es humo, humo negro.
La verdadera hipocresía la definía
Platón en la República. Es como
Aristóteles, lo sé, pero más directo, más coherente.
El fingimiento siempre es una
máscara, una respuesta a la mentira que todo hace suyo. El humo negro de la no verdad.
Mientras los críticos soliciten no
existirá la crítica. Y en mi lista de libros del año 2012 el último y más joven
es de 1972, se titula Artefactos.
Desde entonces humo, humo puro.