AQUELLO que no compartes no debe
ser alabado, ni siquiera puedes prestarle la mínima atención. Visitas el paraíso
por la tarde, en la noche acudo al infierno de la mediocridad. Todo ha
cambiado. Salí de la pensión del Prado con la bolsa de viaje y una cartera de
mano. Buscaba un transporte para llegar al destino de vuelta.
La casa sigue igual: el porche, el
césped, las encinas. Hoy las nubes han bajado a saludarme en la llegada. Suelto
todo en la entrada y respiro. Me lanzo de rodillas a la tierra y respiro. Tomo
un puñado de bellotas y respiro. Miro el cielo. Vuelve el color azul del
terciopelo.
No he escuchado a Platón pero
permanece. No marchará nunca. Ni dios,
ni don Nicanor, ni Luis, ni Juan Ramón.
La vida me sonríe cuando hace
falta, solo cuando corro tras los rabilargos. Llamo a mi madre pero no aparece
aún. No obstante quiero reconocer que entonces, en el momento que grito su
nombre en alto, aparece la figura de A. La pequeña figura. La predestinación.
He llegado a pensar en el confuso laberinto pero no acierto a
contemplar ningún estado. ¡La vida!
Digo mientras sigo a los pájaros de la cola azulada. ¡La vida!
Sé que me iré. Sé que te irás. Sé
que marcharemos de este infierno merecido por nuestros propios actos. Como una
culpa o reivindicación al desencanto. Lo sé. No querría poder saberlo.
A lo lejos, las sombras de Cicerón
y de Bruto. Más aún, la voz de Parménides discutiendo con Leopardi.
Salto. Vuelvo a saltar. La alegría
es un tropiezo, un error. Amo el caos como creación, como centro indudable.
Quiero acercarme lento esta vez. Pausadamente.