DEL laberinto no queda nada. La
casa es normal y han vuelto los pájaros y las arañas. Las bellotas siguen en el
suelo. Tengo que recortar las ramas de las encinas que lindan con la fachada.
Doy un inmenso paseo por el césped que se amarillea con el frío y retiene la
humedad de la oscura tarde.
No hay ningún recuerdo del
laberinto. Arrojé a su centro todos los libros y los cuadernos que quedaban. El
espejo con marco y el reflejo de la ventana.
Me tumbo a descansar y cierro los
ojos. He vuelto a llamar a mi madre. No responde. Mientras ella no esté
dejaremos de ser, no estaremos nunca. Le suelo hablar bajito, con un tono
ruiseñor y dejativo. Espero un torrente hueco de la ciudad de los muertos que
no llega.
Nos cansamos los hambrientos,
aquellos que buscamos el alimento en las esquinas, en las azoteas, en los
porches. Hemos dado de sí y aquí permanecemos. Ahora estoy tumbado sobre la
fría cama de las sábanas húmedas.
La muerte es la falsa cultura, la
cultura falsa que diría el rabilargo, todo lo antepone al criterio de sus
plumas. Pero la vida es la contaminación, el envenenamiento.
Vuelvo a la infancia. Allí si está
mi madre. El laberinto se ha trasladado del porche donde están el pilón y las
plantas aromáticas hasta mi vida, hasta mi cabeza.