DESDE el
aeropuerto de Fiumicino llegamos a Madrid. Ana nos esperaba en la sala donde se
recibe el aire. Nacho tuvo que volver al avión, había olvidado unos presentes.
Tomamos un
taxi. Ana y Nacho marcharon a casa. Volví a la pensión del Prado. Paseé por la
Gran Vía respirando España. Tomé un ABC y apunté los actos culturales para
comer un poco. La vuelta a la rutina. La necesidad de alimento. La desesperación.
Al día
siguiente Luis Rosales me esperaba en su piso. Le llamaba don Luis aunque a él
le gustaba que le dijeran Camacho, o Rosales Camacho, recordaba la infancia.
Existe una
diferencia entre escribir y leer, entre el desencanto y el desapego. Se asemeja
a un cuadro, a un paisaje bucólico con Homero en el centro del lienzo. Siempre
está Homero, su obra y la fortaleza. La lectura clásica es el acercamiento al desconcierto, a la histeriagrafía.
He arrojado a
la chimenea todos los folios y cuadernos que contienen Fábula. No me gusta hacer preguntas, ni aspiro a soñar con la mujer
que amo. Simplemente posteo y me identifico con los pájaros, con las nubes.
Desde lo más alto de la encina, aquella que tiene el fruto puntiagudo, respiro.
Mientras arden
las páginas dejamos de ser. El papel tiene poca esencia, la celulosa provoca
humo, un humo oscuro que deja de buscar el espacio pues lo posee, lo precisa.
Dejamos de ser
cuando somos, cuando no vivimos en sí sino en otro. Seremos en el desapego,
exclusivamente cuando somos conscientes de que todo es mentira, hasta nosotros.
Solo entonces seremos.