CERCA del mercado de Sonora quedé con un señor que no
había visto nunca. Ni siquiera imaginé su rostro en las conversaciones telefónicas.
No propuso guerras, todo eran facilidades. Debía entregarme unas fotos por una
mísera cantidad de pesos.
Me alojé en el Downtown,
en Isabel la Católica, por aquello de recordar la patria. Natalia había hecho
de anfitriona en las largas avenidas, en las cortas la cadera molestaba por el
tránsito.
Recogí las
fotos, pagué los pesos y corrí hacia el hotel con el miedo entre las manos. Confuso laberinto.
Ya en la
habitación, y tumbado en la cama, encendí un cigarrillo y respiré. Estaba en
las fotos, era uno mismo. Mucho más descuidado y con humildes ropas. Las
instantáneas se habían tomado en los arrabales de México D.F. Una mañana azul,
un día claro en los que el cielo daba alas a la verdad, a la virtud y a la
sinceridad. Estaba en esas fotos.
No fijé la
atención en un corazón que galopaba como un pura sangre. El pitillo se quemaba
entre los dedos.
Durante el
vuelo de regreso a España no me separé del sobre con las fotos. De vez en
cuando acudo a él y pongo las imágenes sobre la mesa con los libros de poesía.
También saco las fotos de mi padre, esas que le hice un día cuando ya estaba
muerto y paseó conmigo en barco por la ría de Isla Cristina, y las que me
regaló un turista que hizo a la tía Juana, muchos años después de su
fallecimiento, en un autobús de línea por Sevilla.
Todas las fotos
las analizo, las toco, las huelo, las aprieto contra mi corazón, ese que
golpeaba el sentido común de la vida y sus castigos.
Ahora estoy
convencido que la cuna y la sepultura
son una misma cosa, ambas están en el confuso
laberinto de la verdad.
Los pájaros siguen gritando. Parece que presagian la caída
de un cuadro o una tormenta venidera.
En Moguer perdí los anillos, aquellos que recogí en el
banco de san Clemente. Estaba en la azotea. No habían llegado aún ni Diego ni
Juan. José Antonio me enseñaba las estrellas. Respiraba pasión, religiosidad y
la poesía de Juan Ramón.
No podía imaginar que veinte años después pasearía por
los puestos del mercado de Sonora. Que un puñado de pesos me otorgaría la
esencia y la existencia ajenas y propias. Que el grito de los pájaros anunciaba
un laberinto que ha cerrado para siempre. Que los anillos los recogió un pájaro
negro, a la luz de la luna, y los dejó en mi mano izquierda.
He dejado de ser en innumerables ocasiones. La última
ocurrió paseando con la bicicleta blanca. Un árbol me enseñó un libro de Chaves
Nogales y otro árbol los poemas de Bécquer. Me fui con el poeta de Sevilla,
pero sin los sevillanos.