EXISTE una frontera entre la
rama de la encina y su propia sombra. La frontera se difumina por el humo, el
malvado vapor que es vanidad y nunca desconcierto.
Tanteo,
observo, respiro, pero nunca me dirijo a esas sombras feroces, la proyección oscura de los siniestros.
He leído el no poema de un siniestro. De un
siniestro con perilla (ahora los siniestros llevan perilla o usan gafas de
pasta gruesa y negra). Mi hija Isabelita, con ocho años, le hubiera puesto más
interés, más respeto a la literatura e incluso, el no poema sería poema, al
menos en humildad e ingenuidad.
No pasan la
frontera, se quedan en el humo, como espectro vulgar sin apariencia. Desvíos,
solo desvíos. No consiguen atravesar el humo, habitan en las sombras. La rama
de la encina queda lejos para ellos. Unos, los religiosos, seguirán rezando y
mendigando favores, otros, los ignorantes, vivirán sin verbo, sin carne y sin
la más mínima armonía. Total, no leen a Dante, prefieren a otros siniestros que
agasajan el yomimeconmigo.
Te vi primero,
es cierto. Me he cansado de recoger el mundo del suelo, y ya no es ayer. En el
banco de san Clemente habitarán los justos, los que dicen ¡Pío, pío!, los virtuosos del silencio y la soledad.
Hoy ha movido
las ramas de su árbol dios. Habrá
leído el poema del siniestro, del no sincero, del no poeta. Son la misma gentuza que sonríe con maldad y maleficio. Sin risas, desde luego.