AGUARDABA escondido en el baño las peleas de mis
padres. Era pequeño. Siempre tenía en la mano un libro de Verne o de Salgari.
Para saber si habían terminado debía esperar el llanto de mi madre en la
habitación o, en su defecto, salía de mi cuerpo para observar sin ser visto.
En uno de esos viajes conocí al ángel negro. Comencé
los diálogos, compartimos secretos, éramos alimento y compañía. Le prometí no
casarme nunca. Claro que la tía Juana se empeñó en esa absurda boda en Puerto Real, en el patio de pilistras. El ángel negro me regaló los dos anillos. La
plata me acercó a la poesía.
La azotea de Moguer era un fiel reflejo del patio de
Marqués de Comillas. Allí estaban mis padres, la tía Juana, las costureras de
la sastrería Artur.
Hay días en los que las dimensiones se contraen.
Nuestra limitación no nos deja ver más allá de las impresiones. El mundo está
repleto de seres de relleno, de no
sinceros, de no poetas. Contemplar
no es ver, es habitar en la naturaleza aunque la naturaleza habita en ti, en tu
interior, eres naturaleza.
La poesía es la razón de la palabra auténtica. Allí se
adquieren los únicos conocimientos de las realidades visibles e invisibles. Ese
infinito camino se realiza con humildad, como ese gorrión en la rama de la
encina que mueve la cabeza en los impulsos.
Sinceridad, compromiso, virtud, verdad, ética y
estética. Todos estos conceptos se adentran en la razón de la palabra.
Permanecieron quietos en el patio de pilistras, en la azotea de Moguer. El
discurso siempre fue sencillo, humilde pero verdadero.
Cuando meto las manos en los bolsillos solo dispongo
de un pañuelo arrugado y dos anillos de plata. Encojo los hombros y recuerdo a
Dante. Él me envió al ángel negro. Ese que un día intentó venderme libros de
poemas malos.
La razón de la palabra poética me hacía salir del
cuerpo para entender ese confuso
laberinto que nos habita en otras dimensiones, de cuna a sepultura. Odio la luz y vivo en ella, pero en la luz de la
palabra, explorando la lengua sin limitaciones.