QUIERO más a nadie, solo a
las nubes, a la tía Juana, a Baudelaire, a la soledad eterna y al corazón
ajeno.
¡Dolor! ¡Amo el dolor! Mis
músculos vibran, el mar me reconforta, la vida es despreciada. Miro las
estanterías, toco las arañas y corro tras los gatos, los rabilargos y las
hormigas. La oscuridad es armonía, la claridad es una sensación que nunca
reconforta.
Viene dios esta noche, y con él aquellos que dicen ser religiosos.
¿Religiosos? La expansión es la muerte que proporciona riesgo, caos,
divertimento. El alguacil de Baudelaire es el ángel negro que siempre me
acompaña, el ejecutor, el siniestro, el de la sonrisa falsa, el rancio. Es la desolación.
¿Por qué los hombres caminan
con la cabeza baja? No se atreven a observar las nubes, ni las estrellas, ni la
luz que viene del cielo. Araño la tierra con las manos y no creo en el centro,
en el centro indudable. Mi vida, la vida, es indiferencia. Bajo el cielo de Kensington
Park me tumbo en la hierba, en las piedras, destruyo las hojas de los árboles
que caen.
En el río soy abuelo, y
padre, y desconcierto. Miro a A.
Hablo con A. Escucho a Wagner, Parsifal. Leo a Nietzsche, a Rilke, a Auden.
Debes traspasar el cristal,
saltarlo. Besar la gota de agua y correr tras los gatos. El caos es orden y la
religión la muerte.