EL indio de Portobello Road
se llamaba Nakul, tenía unos ojos negros intensos y una piel morena y manchada.
Aún me escribo con él. Un día me dijo que su nombre significa comadreja.
Una noche Nakul se apareció
en casa. Me asusté de su sombra. Se dirigió al acebuche que tiene el tronco
hueco. Allí permaneció por los siglos de los siglos. Cuando necesito a Nakul lo
llamo suavemente, siempre en la noche, y Nakul acude con premura, sin
premeditación.
Nakul me recordaba al turco
que acosaba a Susana en Estambul. Aunque el turco era negro los pasos los daba
igual que el indio. Nakul leía a Valmiki y su Ramayana. Aprendí del silencio, de su soledad en el hueco tronco del
acebuche y de sus saltos elevados, como los de una comadreja.
Cuando las nubes visitan y
descansan en el porche de la entrada, Nakul les ofrece un refrigerio. Habla con
ellas. A los pájaros los engaña con susurros, se acercan por el canto glorioso
y acaban en sus garras. Los pájaros son su alimento.
Rodeé el tronco hueco del
acebuche de piedras blancas. Nakul las remueve y las invade. Allí está su territorio.
Durante mi convivencia con dios, Nakul permanecía escondido. Sentía
pánico de los ojos de dios, no
obstante vigilaba las presencias extrañas y defendía la entrada como una
claridad.
Todos los meses recibo una
carta de Nakul, me cuenta sus impresiones y sus expresiones. Las leo pero nunca
respondo. Sin esperanza el mundo se ve de otra manera. Con los ojos de un indio
que me vendió un espejo mágico. El marco del espejo un día es verde y otro
marrón. Depende de las visitas. Hoy han llegado siniestros, el marco se ha
velado en amarillo.