Finalizan para siempre, son
oscuros, están repletos de humo. Los compromisos se acaban. No vivirán para sí
y dejarán de ser. Se podrá alcanzar la dicha y la nostalgia, la armonía y la
templanza. El único equilibrio.
Podemos tocar la virtud,
posee un lenguaje propio que invita a descifrar las señales y los símbolos de
la tierra húmeda. Suena una melodía, como un canto que repite el poema de Parménides, los versos de
Catulo o la delicadeza de Simonetta.
Sigo buscando el destino en
otra parte, recojo guirnaldas, flores azules, cansancio, mucha melancolía. A
las nubes las llamo por su nombre: alejandrinas, silva, madrigal, verso libre…
Y hoy, cansado de esperar, he mordido las ganas y he intentado eliminar los
huecos que Luzbel dejó en la cama. Mientras golpeaba el colchón con fuerza Sultán
comenzó a ladrar. Una luz. Una luz infinita. El fuego de la indolencia venía
con humo, con una niebla gris que cubría las estancias.
Les he dado las cuatro
piedras. El origen del acto y de la razón de la palabra auténtica. Han pasado a
otras manos. Ellas fabrican las líneas de las manos.
Me han sentado en la rama de
la encina. Consiste mi misión en contar estrellas. Una a una las diviso. No se
aparta la luz. Tengo frío. Espero, he aprendido a aguardar. Decenas de
gorriones, cientos, acuden a la rama. Un sonido ensordecedor me acompaña. Miro
la tierra y observo el centro. La luz se ha llevado las piedras, tan solo
cuatro de ellas, conservo en el bolsillo del pantalón las cinco restantes.
Llamo a Sultán pero no
acude. Nombro en alto a Loreto pero nadie se refleja en el espejo. Solo hay
pájaros.
Se marcha el humo con el
amanecer, y con él los compromisos, las mentiras y la mediocridad.
Guardaré en un cajón los restos del fracaso. Debo maquillar el rostro y
las estrofas. Las cosas por su nombre, las cartas por jugar. Fumaré hasta que
decidan los pulmones.